Sin
debajo del Zócalo están los restos del Templo Mayor, en la Condesa debe haber
abanicos, lunares y pelucas enterrados junto con una cantidad de botellas de
vino similar a la de cráneos coleccionados en los Tzompantlis por los
Aztecas.
Todos los caminos llevan a Ámsterdam, si uno anda en busca de los que prometen conducir a la elite
artística, cultural e intelectual de nuestro país. Los vecinos son guapos o
extranjeros, el que no es diseñador es psicoanalista, escritor, artista
plástico, fotógrafo, cineasta, chef o de perdido mesero en espera de ser descubierto
en la televisión. Es uno de esos lugares a los que se desea migrar. Los perros entienden
mejor el inglés que yo y se pueden conseguir todo tipo de productos y servicios
trendis.
Eso pensaba en mi calidad de
turista después de recibir la instrucción de observar para hacer una crónica sobre
la Condesa. Me dirigí en busca de una de mis postales favoritas: los empleados
del Péndulo, que no pierden el tiempo con la literatura barata (literalmente) ya
que deben resguardar los libros que salen de oferta, sino que invierten sus
ratos libres en leer, o mejor dicho, pasear sus ojos por los tabloides más
taquilleros del Distrito Federal, el Gráfico y el Metro. Llegué tarde, para
esas horas las fotografías ya habían sido saboreadas lo suficiente para saciar
el goce de ver mujeres desnudas y cuerpos desmembrados, desquitando cada uno de
los tres pesos que cuesta un ejemplar. Los encontré vestidos como siempre, con
sus uniformes que no permiten confundirlos con los auténticos condechis. Estaban inquietos, ansiosos
porque llegara la hora de salir. Otros compañeros de aventura deambulaban,
solos o acompañados en busca de sus propios musos.
Seguí caminando para cerrar el
círculo, quería apegarme a un microcosmos, aun cuando estaba segura de que no
me ofrecería nada que decir para impresionar a mis compañeros de clase y al
final no me ceñiría para nada a él. Pero el mundo es generoso y me permitió
atestiguar la irrupción de las excepciones que destruyen la seguridad inherente
a los estereotipos. De pronto el paisaje sonoro se impregnó de mentadas de
madre y ofrecimientos de madrazos entre un conductor de microbús y un automovilista
que se hicieron alguna maldad. Ninguno de los dos se percató de que los
merecedores de los madrazos eran todos los conductores que dejaron obstruido
cada centímetro destinado para que el microbús no molestara la marcha del auto
que ni la debía ni la temía.
Era todo lo que necesitaba ver.
Lo demás ya estaba en mí. Participar de las tertulias, las inauguraciones en
galerías, nunca levantarme antes de las diez, en fin, aprender a mover el
abanico para alcanzar el sueño cortesano.
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